Diseñar con vida: cuando la UX ya no alcanza.
Cuando el diseño deja de impresionar y empieza a acompañar, aparecen otras formas de UX: más humanas, más lentas, más vivas.
Voy a escribir esto como lo siento. Como lo he venido pensando hace rato. No tengo un manifiesto ni una tesis, y eso ya es algo. Porque durante años trabajé en UX como si el método lo fuera todo. Como si uno aplicaba bien las fases —investigación, ideación, testeo, validación— el mundo fuera a cambiar solo. O al menos, el proyecto.
Y no. No cambia.
Hay semanas en que diseño flujos, reviso componentes, converso con equipos que hacen bien su trabajo, pero que están rotando sobre sí mismos. Nada está mal, pero tampoco está bien. Hay entregables, validaciones, métricas, pero no hay relato, no hay cuerpo ni comunidad.
No me pasa solo a mí. Lo he hablado con colegas de años, con otros más jóvenes. Muchos sienten lo mismo, pero lo tapan con productividad, con los gurús de turno o canvas. Y no los culpo. Yo también he creído que basta con hacer bien la tarea. Pero cuando uno tiene un poco más de tiempo, y se detiene —aunque sea al final del día, mientras se enfría el té— la pregunta aparece sola:
¿Esto que estoy diseñando… a quién cuida?
Y si la respuesta es “a la empresa”, o “al producto”, o “al funnel”, entonces algo no está bien.
Así fue como empecé a mirar hacia lugares donde la UX no tiene nombre, pero sí tiene sentido. En la Patagonia, donde el tiempo corre distinto y la gente te mira a los ojos antes de decir lo que piensa, encontré algo que no esperaba. Diseños hechos sin llamarles diseño. Experiencias armadas con intuición, con afecto, con historia. Gente que cuida. Y eso me bastó para volver a creer.
Cochrane: un jardín donde se cultivan saberes

Allí, entre montes y escarcha, un grupo de mujeres ha creado un jardín etnobotánico. Pero no uno de postal. Uno real. Lleno de hierbas que curan, de nombres que no salen en Google, de conversaciones al calor de una “agüita”. Diseñar allí es acompañar una memoria viva, no diseñar una interfaz. Cuidar lo que está a punto de olvidarse.
No hay Figma. Hay tierra, viento, niños que aprenden a mirar con respeto. Eso también es diseño y quizás, esté más cerca del futuro que cualquier dashboard.
Geoparque Chelenko: diseñar a la escala del tiempo

En otro rincón de Aysén, la piedra habla. Lo hace lento. Con siglos de por medio. Y hay quienes han decidido escucharla. Allí se está construyendo un geoparque, no para vender entradas, sino para preservar una narrativa geológica que también es cultural.
Diseñar esa experiencia no es crear un sitio web ni un mapa bonito. Es pensar cómo alguien puede emocionarse al pisar una roca que guarda la historia del planeta. Es una UX sin pantallas. Una experiencia que dura mucho más que un scroll.
Parque Exploradores: el diseño que acompaña con respeto
Y si uno sigue más al sur-poniente, donde el hielo baja entre cerros y el bosque nativo respira con fuerza, aparece un parque que no grita ni interrumpe. No distrae. Está diseñado con un cariño que se nota. Y no solo en lo visual, sino en la atmósfera que propone. Cada sendero, cada decisión gráfica, cada palabra, parece estar puesta con la intención de cuidar algo que no se puede reemplazar: la relación con la naturaleza.
Quien lo visita no encuentra promesas exageradas ni urgencia por llenar el tiempo. Encuentra silencio, escala humana, un modo distinto de recorrer. Y eso no es casualidad. Es el resultado de un trabajo profundo, sensible, hecho por personas que aman ese lugar y que entienden que diseñar también puede ser una forma de agradecer.
Allí el diseño no empuja; acompaña, escucha. Y eso, para quienes venimos del mundo digital, es casi un acto de sanación.
Y más lejos: dos luces desde otros horizontes
En España, el colectivo Futuro Vegetal interviene museos, no para provocar likes sino para incomodar. Para decir lo que no se dice. Para mostrar que también se puede diseñar desde el desacuerdo.
Y en Reino Unido, Dark Matter Labs reimagina las estructuras invisibles: leyes, contratos, regulaciones. Proponen que los árboles urbanos sean tratados como infraestructura crítica, porque sostienen vida, porque también diseñan el futuro.
Lo que me queda
Vuelvo a la frase de Maturana, que –como tantas– a veces me acompañan como un faro:
“Toda acción humana es respuesta a la pregunta: ¿qué queremos conservar?”
Y entonces, cada vez que me enfrento a un nuevo proyecto, a una nueva pantalla en blanco, intento recordar eso. Intento preguntarme si lo que voy a diseñar merece ser conservado. Si cuida, suma o repara.
Porque si no lo hace, entonces prefiero no tocarlo. Prefiero quedarme callado. O irme al sur, donde el diseño no se vende. Se siembra.
(Aclaración: lo toco porque tengo que vivir, pero ya encontré otro camino que no desdice mi oficio de diseñador UX, solo es otro camino que me alienta y emociona. Ahí vamos.)